Tengo el cuerpo dividido. Una parte me dice que la pausa de Pedro Sánchez no surgió del cálculo de un estratega, sino del agotamiento de una familia. La otra parte me dice que, incluso si esta premisa fuese cierta, incluso si el presidente quebró y su esposa fantaseó con la mudanza a una morada más pequeña y menos poblada, Sánchez usará la crisis autoinfligida como leña de olivo para la hoguera. La primera lectura acepta que Sánchez sólo es un hombre. La segunda recuerda que hay muchas clases de hombre, una larga crónica de trampas y golpes de efecto en su biografía, y una atípica fascinación por la acumulación y la conservación de poder que le lleva a encadenar decisiones que quizá nunca deseó tomar, pero que, como un personaje de Shakespeare, toma igualmente.

La declaración de Pedro Sánchez, retransmitida en una televisión de un bar de Ronda.

La declaración de Pedro Sánchez, retransmitida en una televisión de un bar de Ronda. Jon Nazca Reuters

La pausa de Pedro Sánchez no fue un punto y aparte. Fueron unos irritantes puntos suspensivos. La resurrección del quinto día y las dos entrevistas posteriores acreditan que, donde Sánchez pone la queja, pone la bala, y que su carta es otra prueba natural de un proyecto arquetípicamente victimista. Sánchez ya ha sustituido la ocurrencia de la fachosfera por la tesis de "una coalición de intereses derechistas y ultraderechistas" conjurados contra el progresismo y la democracia, que vendrían a ser el Pedro y el Sánchez de Pedro Sánchez. Esta conjura no es exclusiva de nuestro país, sostiene, sino común a todas las naciones de Europa y Norteamérica, así que conviene cuidarse de los deseos de cambio presidencial en España.

Curiosamente los atributos trumpistas más afianzados en la península se detectan en el propio Sánchez. Sí, por supuesto: un trumpismo rebajado. Carece de su beligerancia en los mensajes, de su seguimiento en las calles y de su abundancia en las urnas. Pero ambos gustan de monopolizar su partido, despreciar a sus adversarios, inflamar el maniqueísmo y socavar la independencia de las instituciones. Desde luego, ambos apuntan en las mismas direcciones. Ahora Sánchez siembra dudas sobre la neutralidad de los jueces y la profesionalidad de los periodistas.

Todo por amor, nos dice, y no porque un juez de instrucción analice las pruebas presentadas en una denuncia centrada en su esposa y nutrida de noticias publicadas en las últimas semanas, fundamentalmente en un periódico riguroso como El Confidencial. El amor es cegador. Sánchez ni siquiera ha esperado a que el juez las desestime.

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Es natural que, cuando los jueces y los periodistas escuchan promesas de "regeneración democrática", se recojan en posición de guardia. La crónica de una década de Sánchez disculpa que las promesas de regeneración suenen al preludio de la degeneración. Algunos políticos y comentaristas afincados en la derecha hablan incluso de "golpe" y "autogolpe". Pero quizá convenga un poco de prudencia, conocer las propuestas para la "regeneración" antes de dolerse hasta la caricatura. Los hechos funcionan mejor que las sospechas, especialmente en los periódicos, por alarmantes que sean los precedentes.

Nada de lo anterior priva del desconcierto al observar el otro lado del río. Lo comprobamos debate a debate, columna a columna: estamos rodeados de una izquierda incapacitada para la crítica, adocenada, a menudo callada ante los excesos del sanchismo para no ser confundida por derechista. Tampoco la derecha ofrece demasiados motivos para la ilusión, y desde luego no se hace ningún favor introduciendo en la misma cesta (como Sánchez) a los medios serios y a los mamporreros que suplantan su apariencia. Unos y otros divergen en sus fines. Los primeros son necesarios en una democracia sana. Los otros sólo captan adeptos a costa de una sociedad enferma y dividida. Es evidente, pero sobre todo es desesperante.